martes, 14 de abril de 2009

TODO EMPIEZA DE NUEVO. CRISTO JESÚS HA RESUCITADO

                  
Vamos a hacer de esta reflexión una contemplación de la experiencia
que Pedro tiene sobre la resurrección de Cristo. Dice el Evangelio:
“Estaban juntos Simón Pedro, Tomás, llamado el Mellizo, Nathanael, el
de Caná de Galilea, los de Zebedeo y otros dos de sus discípulos”.

Recordemos que Cristo ha resucitado. Todos han sido testigos: ha
estado con ellos, les ha hablado y les ha prometido que dejaba al
Espíritu Santo, han visto el milagro de Tomás; sin embargo, la soledad
vuelve a rodearles.
“Simón Pedro les dice: ‘Voy a pescar’. Le contestan ellos: ‘También
nosotros vamos contigo’. Fueron y subieron a la barca, pero aquella
noche no pescaron nada”. Los apóstoles estaban solos respecto a
Cristo, solos respecto a su oficio de pescadores. ¡Y de pronto sucede
algo que ellos no esperaban!

Una de las características de las apariciones de Cristo es la
gratuidad. Cristo no se aparece para dar gusto a nadie. Cristo
mantiene en sus apariciones una gratuidad. “Me aparezco cuando quiero,
porque yo quiero”. Con lo que Él nos vuelve a manifestar que Él es el
verdadero Señor de la existencia.

“Cuando ya amaneció, estaba Jesús en la orilla; pero los discípulos no
sabían que era él. Les dice Jesús: ¿No tenéis
pescado?” ¡Imaginaos cómo le contestarían..., después de toda la
noche trabajando se habían acercado a la orilla, y un señor imprudente
les pregunta si no tienen pescado! Y Él les dice: “Echad la red a la
derecha de la barca y encontraréis”. Echan la red y resulta que ya no
la pueden arrastrar por la abundancia de peces. ¿Qué sentirían?

“El discípulo a quien Jesús amaba dice entonces a Pedro: Es el Señor”.
De nuevo se repiten las mismísimas situaciones al primer encuentro con
Jesús: Un día, después de pescar infructuosamente, todos en la barca
regresan. Los experimentados han fracasado, y un novato les dice que
echen ahí las redes, que ahí hay peces. La echan y efectivamente la
red se llena.

¡Cuántas cosas semejantes al primer amor! Juan no lo narra, lo narran
los otros evangelistas, pero sabe al primer encuentro. Y Juan, que ama
y es amado, dice: “Es el Señor”. Reconoce los detalles del inicio de
la vocación. Es como si Cristo buscase dar marcha atrás al tiempo para
decir: “Todo empieza de nuevo, sois verdaderamente hombres nuevos”,
como en el primer momento, como en el primer instante. Como que el
primer amor vuelve a surgir desde el fondo de nosotros mismos para
recordarnos que somos llamados por Cristo.

Juan, en la fe y en el amor, reconoce al Señor, y Pedro sin pensar dos
veces, se lanza de nuevo hacia Él. Ya no es el Pedro del principio de
este Evangelio: amargado, triste, enfadado. Es un Pedro que ha oído:
“Es el Señor”; y se lanza al agua. Y después viene toda esa
hermosísima escena de la comida con Cristo, en la que el Señor produce
de nuevo la posibilidad de comunión con Él, en amistad, en cercanía y
en abundancia. “Siendo tantos los peces, no se rompió la red”.

Todo esto va preparando la experiencia de Pedro con Cristo. Hay
ciertos temas que Pedro no ha tocado aún, hay ciertas situaciones que
Pedro no se ha atrevido a señalar. Hay un aspecto que Pedro, aun
estando con Cristo resucitado, no ha resuelto todavía: la noche del
Jueves Santo; la negación de Pedro. Es un tema que Pedro tiene
encerrado en un armario con siete llaves. Tan es así, que Pedro se
lanza al agua como diciendo: “aquí no ha pasado nada, yo vuelvo a ser
el primero”. Y Cristo dice: “traed los peces”. Y Pedro es el primero
en ir a buscarlos. Como si a base de estos gestos uno quisiese tapar
aquellas cosas que no nos gustan que los demás vean.

Y continúa el Evangelio diciendo: “Después de haber comido, dice Jesús
a Simón Pedro: Simón, hijo de Juan ¿me amas?”. Cristo vuelve a
preguntar por el amor. “[...] Apacienta a mis ovejas.” Cristo confirma
a Pedro su misión.

Y este amor que Cristo nos propone, es un amor nuevo. No es el amor de
antes, no es el amor de aquella jornada junto al lago en la que Cristo
les pregunta: “¿Quién soy yo para vosotros?”, y Pedro responde: “eres
el Hijo de Dios.” No es el amor de la sinagoga de Cafarnaúm cuando
Cristo les dice: “¿También vosotros queréis marcharos?”, y responde
Pedro: "Señor, ¿a dónde iremos?" No es el amor del jueves por la
tarde, cuando Cristo le dice: “Uno de vosotros me va a entregar”, y
Pedro salta. Cristo le dice: ¿Sabes qué? Tú me vas a negar tres veces.
Y Pedro, explotando, dice: Yo antes daré mi vida que negarte a ti.

No es ese amor, no es el amor antiguo, el amor que nace de la propia
decisión, el amor que nace, como un río, del propio corazón. Es el
amor que, como lluvia, Cristo deposita sobre el desierto del alma de
Pedro. Es el amor que se derrama sobre el alma, un amor que ya no
procede de mi certeza, de mi convicción, de mi inteligencia, de mis
pruebas, de mi tecnicismo; es el amor que nace sólo del apoyo que
Cristo da a mi vida. Y ese amor es el amor que me va a hacer superar
la debilidad para ponerme de nuevo en el seguimiento del Señor. No es
el amor que nace de mí, sino el amor que viene de Él.

“En verdad, en verdad te digo, cuando eras joven, tú mismo te ceñías,
e ibas a donde querías; pero cuando llegues a viejo extenderás tus
manos y otro te ceñirá y te llevará a donde tú no quieras.” Con esto
indicaba la clase de muerte con que iba a glorificar a Dios. Dicho
esto, añadió: Sígueme.

Y Pedro ve a Juan y le dice a Jesús; “Señor, y éste ¿qué?” Y Jesús le
responde: “Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿qué te importa?
Tú, sígueme”. Con esto Jesús le está diciendo: Olvídate de tu
alrededor, deja de lado todos los otros apoyos que hasta ahora has
tenido; tú, sígueme.

La resurrección, por sí misma, no es una garantía de nuestra
proyección y lanzamiento con corazones resucitados. Habiendo sido
testigos, nuestra vida puede continuar igual, sin transformaciones
reales. Y esto lo vemos cada uno de nosotros en nuestra vida
constantemente. Somos testigos de tantas cosas, y a lo mejor nuestra
vida sigue igual.

La resurrección, el hecho de que veamos a Cristo, de que
experimentemos a Cristo resucitado, la alegría de Cristo resucitado, a
lo mejor, lo único que hace es dejar nuestra vida un poco más
tranquila, pero no renovada. Sobre nuestra vida puede proyectarse la
sombra del pasado o la incertidumbre del futuro. Nuestra vida puede
seguir aferrada a antiguas certezas, a los criterios que nos han
servido de brújula durante mucho tiempo.

Es bonito que Cristo haya resucitado, pero repasemos nuestra vida para
ver cuántas veces pensamos que no nos sirve de mucho y que en el fondo
hasta es mejor que las cosas sigan como están. Pedro no parece tener
todavía una conciencia plena de lo que significa la resurrección de
Jesucristo: lo vemos apegado a sus antiguos hábitos. Pedro sigue
siendo el mismo, solo que ahora se siente más solo, porque casi lo
único que ha sacado en claro es la debilidad de su amor. Después de
tres años, para Pedro lo único que prácticamente hay claro es que su
amor es sumamente débil. Pedro se ha dado cuenta de que puede fallar
mucho y de que no sabe ser roca para los demás. Junto a todas las
cosas de que ha sido testigo tras la resurrección de Cristo, en el
corazón de Pedro hay algo que pesa: la pena, el fracaso para con quien
él más ama.

Esto es como una herida tremenda en el corazón de Pedro, que ni el
Domingo de Resurrección, ni las otras apariciones han sido capaces de
curar, de limpiar, de purificar. A pasar de todos sus esfuerzo —cuando
le dice María Magdalena: “ahí está el Señor”, y corre; le dice Juan:
“es el Señor”, y se lanza al agua—, el corazón de Pedro tiene una
experiencia de profunda tristeza. Él sabe que es muy débil, más aún,
nada le garantiza que no lo volvería a hacer, y casi prefiere ni
pensar.

Quizá nosotros, después de esta Cuaresma en la que hemos ido
recogiendo, como un odre, todas las gracias, todos los propósitos de
transformación, todas las necesidades de cambio, todas las ilusiones
de proyección, todavía podríamos tener un peso en nuestra alma: el
saber que somos débiles, que nada nos garantiza que no volveríamos al
estado anterior. Y, la verdad, se está muy a gusto pensando en la
resurrección, mejor que pensar en esto.

La resurrección por sí misma no es garantía; pero, si queremos dar un
paso adelante, nos daremos cuenta de que Cristo a Pedro lo renueva en
el amor y en la misión. El diálogo en la playa entre Cristo y Pedro es
un diálogo de renovación en el amor. Pedro amaba a Cristo, y desde el
primer momento en que Cristo le pregunta: “Simón, hijo de Juan”,( ya
no le dice Pedro) me amas más que éstos?” Le dice él: “Sí, Señor, tú
sabes que te quiero”. Esa certeza, el amor a Cristo, Pedro la tiene
clavadísima en su alma.
Pedro, después de tres veces de preguntarle Cristo sobre el amor de su
alma, se da cuenta de que, muy posiblemente, ese triple amor está
curando una triple negación. Pedro constata que su amor se había
quedado enredado en las tres veces que dijo: “No conozco a este
hombre”.

Cuando lo negó por tres veces, sus palabras, sus miedos encadenaron el
amor vigoroso de Pedro. Y cuando Cristo sale al patio y lo mira, esa
mirada hizo que Pedro se diera cuenta de las cadenas que él había
echado.

Y Cristo como que quiere retomar la escena. Y así como retoma la
escena de la vocación de ese primer momento, Cristo retoma la escena
de la negación, como si Cristo le dijera a Pedro: “¿dónde estás?,
¿dónde te has quedado?, ¿te has quedado en el Jueves Santo?; vamos a
volver
ahí.

Y Cristo renueva el diálogo con Pedro donde se había quedado, y Cristo
renueva su amor a Pedro y el amor de Pedro hacia Él, donde se había
quedado atascado, en el jueves por la noche.

Cristo nos enseña que amarle en libertad significa ser capaces de
mirar de frente nuestras debilidades, de volver a recorrer con Él los
caminos que por miedo no nos atrevemos a cruzar.

Quizá, cada uno de nosotros tenga un jueves por la noche; quizá, cada
uno de nosotros tenga una criada, una hoguera, unos soldados y un
gallo que canta. Y Cristo, con amor, nos enseña a mirar de frente esa
negación para que ya no nos atasquemos ahí: “Si un día me dijiste no,
camina ahora conmigo”.

El día que Pedro negó a Jesucristo, a lo que Pedro le tuvo miedo fue a
morir por Cristo, a morir con Cristo. Pedro sabía que si decía que era
discípulo del Señor, le podían echar mano y llevarlo al calabozo. Pero
el amor de Cristo retoma a Pedro y se lo lleva, purificándolo hasta
anunciarle que él también un día va a morir por Él. “Cuando eras joven
te ceñías tú mismo, cuando seas viejo extenderás los brazos, otro te
ceñirá y te llevará adonde tú no quieras”. Y luego añadió: “Sígueme”.

Cristo nos renueva con su amor para que atravesemos ese tramo de
nuestra vida en el que el miedo a morir con Él, el miedo a entregarnos
a Él nos dejó atascados. Ese tramo de nuestra vida en el que todavía
nosotros no hemos atrevido a poner nuestros pies porque sabemos que
significa extender las manos y ser crucificados.

Cristo no le pregunta a Pedro: “¿me vas a volver a negar?” Sino que le
pregunta: “¿me amas?”. A Cristo le interesa el amor. Sólo el amor
construye, porque sólo el amor repara, une, sana y da vida. El amor
renovado, el amor resucitado es el lazo que Cristo vuelve a lanzar a
Pedro. El amor capaz de pasar a través de la propia experiencia, ese
amor que es capaz de pasar por lo que uno una vez hizo y preferiría no
haber hecho, y guarda su conciencia; ese amor que es capaz de pasar
por el propio pasado, por la imagen que yo hubiera podido forjarme de
mí mismo. Ese amor es el inicio que reconstruye un corazón cansado,
porque este amor ya no se apoya en nosotros, sino en Cristo.

«Sígueme», no te sigas a ti mismo, no sigas tus convicciones, tus
gustos, tus ideas. Este amor ya no se apoya en ti; es el amor que
proviene de Cristo, el amor que nace de Dios. Dirá San Juan:
“Queridos, amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el
que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama, no ha
conocido a Dios porque Dios es amor. En esto se manifestó el amor que
Dios nos tiene, en que Dios envió al mundo a su Hijo Único, para que
vivamos por medio de Él. En esto consiste el amor, no en que nosotros
hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó primero y nos envió a su
Hijo como propiciación por nuestros pecados. Si Dios nos amó de esta
manera, también nosotros nos debemos amar unos a otros”.

La experiencia de Pedro es la experiencia de un amor renovado. Pero al
mismo tiempo, la experiencia que Pedro tiene de Cristo resucitado, es
un amor que no se puede quedar encerrado, es un amor que se hace
misión. Es un amor que renueva la misión de apóstoles que nos ha sido
dada; es un amor que, en nuestro caso, renueva el vínculo con la
misión evangelizadora de la Iglesia, renueva el compromiso cristiano a
que fuimos llamados al ser bautizados. No es un amor que se queda en
un cofre guardado, es un amor que se invierte, es un amor que se
reditúa, es un amor que se expande. Y este amor es un amor que no
teme; no teme a la cruz que significa la misma misión, porque va
acompañado de Cristo que me dice: “Sígueme”.