jueves, 4 de junio de 2009

PENTECOSTÉS, FIESTA GRANDE PARA LA IGLESIA

Pentecostés fue un día único en la historia humana.

En la Creación del mundo, el Espíritu cubría las aguas, “trabajaba”
para suscitar la vida.

En la historia del hombre, el Espíritu preparaba y enviaba mensajeros,
patriarcas, profetas, hombres justos, que indicaban el camino de la
justicia, de la verdad, de la belleza, del bien.

En la plenitud de los tiempos, el Espíritu descendió sobre la Virgen
María, y el Verbo se hizo Hombre.

En el inicio de su vida pública, el Espíritu se manifestó sobre Cristo
en el Jordán, y nos indicó ya presente al Mesías.

Ese Espíritu descendió sobre los creyentes la mañana de Pentecostés.
Mientras estaban reunidos en oración, junto a la Madre de Jesús, la
Promesa, el Abogado, el que Jesús prometió a sus discípulos en la
Última Cena, irrumpió y se posó sobre cada uno de los discípulos en
forma de lenguas de fuego (cf. Hch 2,1-13).

Desde ese momento empieza a existir la Iglesia. Por eso es fiesta
grande, es nuestro “cumpleaños”.

Lo explicaba san Ireneo (siglo II) con estas hermosas palabras: “Donde
está la Iglesia, allí está el Espíritu de Dios, y donde está el
Espíritu de Dios, allí está la Iglesia y toda gracia, y el Espíritu es
la verdad; alejarse de la Iglesia significa rechazar al Espíritu (...)
excluirse de la vida” (Adversus haereses III,24,1).

Con el Espíritu Santo tenemos el espíritu de Jesús y entramos en el
mundo del amor. Gracias al Espíritu Santo cada bautizado es
transformado en lo más profundo de su corazón, es enriquecido con una
fuerza especial en el sacramento de la Confirmación, empieza a formar
parte del mundo de Dios.

Benedicto XVI explicaba cómo en Pentecostés ocurrió algo totalmente
opuesto a lo que había sucedido en Babel (Gen 11,1-9). En aquel oscuro
momento del pasado, el egoísmo humano buscó caminos para llegar al
cielo y cayó en divisiones profundas, en anarquías y odios. El día de
Pentecostés fue, precisamente, lo contrario.

“El orgullo y el egoísmo del hombre siempre crean divisiones, levantan
muros de indiferencia, de odio y de violencia. El Espíritu Santo, por
el contrario, capacita a los corazones para comprender las lenguas de
todos, porque reconstruye el puente de la auténtica comunicación entre
la tierra y el cielo. El Espíritu Santo es el Amor” (Benedicto XVI,
homilía del 4 de junio de 2006).

Por eso mismo Pentecostés es el día que confirma la vocación misionera
de la Iglesia: los Apóstoles empiezan a predicar, a difundir la gran
noticia, el Evangelio, que invita a la salvación a los hombres de
todos los pueblos y de todas las épocas de la historia, desde el
perdón de los pecados y desde la vida profunda de Dios en los
corazones.

Pentecostés es fiesta grande para la Iglesia. Y es una llamada a abrir
los corazones ante las muchas inspiraciones y luces que el Espíritu
Santo no deja de susurrar, de gritar. Porque es Dios, porque es Amor,
nos enseña a perdonar, a amar, a difundir el amor.

Podemos hacer nuestra la oración que compuso el Cardenal Jean Verdier
(1864-1940) para pedir, sencillamente, luz y ayuda al Espíritu Santo
en las mil situaciones de la vida ordinaria, o en aquellos momentos
más especiales que podamos atravesar en nuestro caminar hacia el
encuentro eterno con el Padre de las misericordias.

“Oh Espíritu Santo,
Amor del Padre, y del Hijo:

Inspírame siempre
lo que debo pensar,
lo que debo decir,
cómo debo decirlo,
lo que debo callar,
cómo debo actuar,
lo que debo hacer,
para gloria de Dios,
bien de las almas
y mi propia santificación.

Espíritu Santo,
dame agudeza para entender,
capacidad para retener,
método y facultad para aprender,
sutileza para interpretar,
gracia y eficacia para hablar.

Dame acierto al empezar,
dirección al progresar
y perfección al acabar.
Amén”