Toda esa tremenda legislación se convirtió en una carga demasiado
pesada. Los mismos judíos experimentan esta casi insuperable
dificultad. Ser un hombre perfecto, como Dios lo quiere, sin estar
unido verdaderamente a Dios desde el interior, es una tarea
imposible.
Los actos externos, el culto, los ritos y todos los sacrificios, no
pueden todo unido llegar al valor de un simple acto de contrición, de
una simple y sencilla oración que nace del corazón y que diga: “Señor,
ten piedad de mi, porque soy un pecador”... “un corazón contrito y
humillado tú, Oh Dios, no lo desprecias”, dice el salmo. Cuántos se
habían olvidado de esto en aquellos tiempos, y cuántos hoy pensamos
que para tranquilizar la conciencia basta un acto externo, una
limosna, o ni siquiera eso... Hemos adaptado tanto a nuestro antojo la
ley de Dios que su contenido casi ha desaparecido o nos contentamos
con “decir algo a Dios de vez en cuando”...
El camino de una verdadera conversión interior, es el de un leal
compromiso por interiorizar nuestra experiencia y relación con Él, pero
sin dejar de aprovechar las riquezas espirituales de la Iglesia, sobre
todo a través de los sacramentos. Ahí encontraremos al Señor siempre
que le busquemos. Su espíritu está ahí presente y actúa por encima de
las instituciones y de las personas... “yo estaré con vosotros hasta
el final del mundo”...
lunes, 22 de junio de 2009
Jesús ante la Ley antigua
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